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Valeroso Peña.

Hacía un calor tan húmedo y espeso que la marcha hacia san Fernando de Apure parecía en cámara lenta.

José Vicente montaba su caballo con la solemnidad de haber conocido al fin al gran libertador en persona y de estar enrumbado con él, y con el implacable general Páez, hacia nuevas aventuras donde pudiera mostrar su talante.

El sudor que le embadurnaba el rostro, inundando sus ojos y haciéndole cosquillas en los labios, le hizo recordar una tarde calurosa de Yaritagua.

Había comprado suficiente tabaco y chimó en una de las casonas comerciales, para salir a vender en otros pueblos y caseríos con ese deseo enorme que le empujaba a salir adelante, a prosperar, a conquistar una mejor vida.

En cada una de las manos sostenía un paquete de la mercancía recién comprada, sobre los hombros el resto, y el sol que ya estaba sobre su cabeza, le desasía las pieles con la misma fuerza, pero con menos humedad, que este día de febrero de 1817 en los caminos del llano, en plena campaña libertadora, donde en una mano empuñaba la lanza, con la otra el caballo y sobre los hombros algunos ajuares para la guerra.

Era el mismo José Vicente, el que se pasaba mirando el futuro con incendio detrás de sus ojos, el que siempre tuvo el pecho apretado de sueños, de metas, de parajes por conocer, con esa fuerza que le inspiraba, con esa energía con la que combatió en tantas batallas y con ese furor con el que aspiraba conocer algún día una mujer como Asunción Briceño, para amarla hasta el final de sus tiempos. Porque sí, era José Vicente Peña un hombre que iba por la vida construyendo su futuro desde sus propias entrañas.

Cabalgaba hacia San Fernando junto a los dos héroes que más admiraba de la independencia de Venezuela, y se sentía a plenitud, convencido que la vida lo había preparado para compartir hoy el destino de Bolivar y de Páez en esta marcha para liberar los llanos y luego Caracas, por la gloria eterna junto a sus nombres.

Todo en su vida le había preparado para este instante, Oía los lamentos de la tropa por el hambre que les calcinaba los estómagos, luego de dos días de marcha sin carne, y su mente se incrustaba en las espesas noches yaracuyanas, preñadas de estrellas bajas, con grillos y sonidos agudos que bajaban de las montañas, noches de un fogón vació, de ir a la cama sin comer.

Y seguía su marcha recogiendo cada detalle de la misma, los improperios y risotadas de Negro Primero, los ojos medio cerrados de la mayoría de los hombres a quienes el sol les lastimaba el rostro más allá de los sombreros, hombres que parecían desvanecerse en el vapor de la tarde, hambrientos, encaminados a la sorpresa mortal de la guerra.

Seguramente esos hombres habían conocido el hambre igual que él, gente que venía de las profundidades del país, marginados, sin tierras ni ganado, pero para él era distinto, todo cuanto vivió había sido preparatorio para la gloria de marchar junto a Bolívar y Paéz, cada gramo de tabaco y chimó vendidos, cada batalla a favor de los realistas, cada amor fugaz en los polvorientos caminos que ya en su corta vida había conocido, todo era el abono para que hoy cosechara la gloria de oír de la viva voz de Simón Bolívar esa canción desconocida que se puso a corear con entusiasmo: Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó.. y era él el bravo pueblo y marchaba rumbo a San Fernando a echar de su tierra a los tiranos.

¡¡No pido ni doy clemencia!!! Y sus ojos se clavaron en la profunda mirada del catire Páez, quien pasó de la arrogancia de haber capturado por fin al revoltoso teniente realista que ya se le había escapado una vez, a la casi admiración de tener al frente a un varón de verdad, uno como él, y se vio a sí mismo más joven, altivo y altanero, sin temor a la muerte ni a la mala estrella.

Le vino esa imagen de cuando conoció al tío, como le decían a Páez, y se pasó del ejército de los españoles y al ejercito patriota que el lideraba, ese a quien todos los llaneros, esclavos y revoltosos estaban en la guerra para hacerse una mejor vida.. y le vino porque en verdad le quería, le respetaba, y estar ahora en esta marcha a su lado y al de Bolívar era más de cuanto pudiera esperar aquel carajito cuyo destino colonial era servir en los infinitos sembradíos de caña de su pueblo, como segura muerte en el anonimato de la miseria siguiendo como esclavo blanco, por un pedazo de pan y una iComida! le, gritó Pedro Camejo con estridencia, y deteniendo la marcha, todos, incluso Bolívar, miraron al otro lado del Río Apure, sientos de reses pastando en las verdes alfombras que parecían más ilusión gue realidad en pleno verano llanero.

Siete cañoneras españolas, sin embargo, vigilaban la ribera opuesta, lo que les hizo suponer que dormían al calor de la tarde, ya que no les habían disparado en absoluto, ante lo que Bolívar espetó, con algo de despecho:”¿No hay aquí un guapo que se atreva a tomar a nado esas flecheras?”

Dicho esto, como atraídos por una energía cósmica, 50 hombres se agruparon en torno a Páez, quien con firmeza, con esa arrogancia propia del León de Payara, les ordenó zambullirse en el rio, con lanza en la boca, una mano al cuello del caballo y la otra braceando para tomar por sorpresa al enemigo.

Y retornó José Vicente a las raudas corrientes de la quebrada de Agua Negra, aquella escena de su infancia con la que siempre soñaba.

Era él, saliendo de la profundidad del agua como disparado por una fuerza subterránea, y su mamá, en la orilla, esbelta y hermosa sobre una piedra, sacudiendo una blanquísima sábana bajo las luces de un sol perfecto de las 11 de la mañana.

Aquella sonrisa cómplice de su madre, aquel sol, ese río caudaloso, eran todo cuanto el valeroso llevaba en su humanidad desde que se lanzaron al rio Apure hasta que alcanzaron las embarcaciones, tomándolas por sorpresa y para asombro de Bolívar quien siempre recordara ese episodio como una hazaña en la historia bélica.

Queda usted ascendido a teniente coronel de la Marina y desde hoy será recordado como El Valeroso Peña… Y nuevamente la imagen de su madre sonriéndole con aprobación desde aquella piedra soleada, cuando el general simón Bolívar, líder supremo de la independencia, le confería un nuevo título militar y el calificativo con el gue sería recordado doscientos años después.

3 Comentarios

  • Frandimar Rodríguez
    Posted 12/12/2024 at 3:54 PM

    Mis felicitaciones mi querido jefe que Dios me lo bendiga siempre

  • Yajaira Mujica
    Posted 17/12/2024 at 6:48 AM

    Me encantó el cuento es interesante conocer sobre la historia y héroes de nuestra hermosa Yaritagua, felicitaciones citaciones.

  • Luis Miguel Badaraco
    Posted 13/02/2025 at 12:31 AM

    Absolutamente maravilloso!

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